BETTY BLUE (Parte II)


Es difícil hablar de unos ojos verdes, profundos, sin caer en los clichés habituales y las metáforas ya desgastadas. Pero ¿Que más dice uno? Quisiera haber nacido en una época más dada a la poesía, cuando era una virtud admirable y no una característica mamerta. Pero estamos en este país y en el siglo XXI, así que no tengo más remedio que decirlo escuétamente: Betty Blue tiene unos ojos verdes, profundos.

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Unos ojos verdes profundos y un genio de los mil demonios. Bueno, no, de unos 300 o 400 demonios, pero los suficientes para que su baja estatura pase desapercibida cuando un pobre parroquiano despierte su enojo. Fue lo primero que pensé cuando, a la hora en que debiamos vernos, una cita acordada con unos seis años de retraso, me llamó mientras estaba yo a una estación del Transmilenio de distancia. Calmé su afán
con el típico "Llego en diez minutos". Poco sabía que el complot cósmico que no desea verme feliz seguiría tan de cerca mis pasos, cerrando la estación que me servía y dejándome bajar veinte minutos después. Ese lapso de tiempo lo utilicé clavándome mis cortas uñas de la mano izquierda en el dorso de la mano derecha y viceversa, maldiciéndome por no haber tenido la prevención de pedirle su número de celular y esperando que me esperara. Ya nos habíamos cruzado más que casualmente varias veces a lo largo de 15 años, así que una cita puntual no era algo para desperdiciarse. Me pareció digna de admiración la salida que el complot me destinaba. Encontrar a Betty Blue, concordar una cita en un bar y hacer lo posible para que yo no llegara a la misma. Bien es cierto que mi cobardía me impediría volver a buscarla por un buen tiempo si la dejaba plantada, así que aproveché que empezó a llover tan pronto me bajé del transmi para salir a correr cinematográficamente entre el tránsito e introducirme afanosamente en un taxi que se encontraba cerca. El posterior trancón y la cara aburrida del chofer me demostró que mi sobreactuada entrada era exagerada, así que me abstuve de darle un billete de cien dólares, pedirle que ignorara los semáforos y siguiera ese auto (inexistente), y en vez de eso me hundí en el asiento a recordar el rostro de Betty Blue e intentar ignorar "La luciérnaga".
Betty Blue tiene una amplia sonrisa. Generosa, pero no facilista, que niega cuando el apunte no es de su agrado. Lo se, he dicho varios desafortunados comentarios que ella no duda en desaprobar con un severo movimiento de cabeza, cuyo impacto sin embargo aminora con una mirada que asumo es de "pobrecito". Pero cuando algo le agrada no duda en sonreir. Y lo más sorprendente es que empieza en los ojos, los cuales sonrien primero, unos instantes antes de ser seguidos por un sencillo rictus "in crescendo" que se transforma en risa y, cuando estoy bien lúcido, en sonora carcajada en tres tiempos, dos de risa y uno de respiración. Así que se puede saber si lo que uno dijo le agrada y va a soltar su rítmica risa leyendo detenidamente sus ojos. Algo que sería seguro de hacer si no fueran tan profundos.

Hallábame en estas cavilaciones cuando noté que mi limitada experiencia deportiva me permitiría, sin embargo, llegar corriendo desde donde me encontraba hasta el bar, así que pagué la carrera hasta ese punto y empecé mi recorrido, dándome ánimos repitiéndome: "me va a matar, me va a matar, me va a matar".
Mientras recitaba este útil mantra entró su llamada, corroborándome amablemente que si no llegaba en diez minutos iba a hacer realidad esta retahila. Recuerdo que en el pasado me saludaba en el teléfono con un "¿Cómo tás?", no se ha donde se ha ido ese sonoro saludo, reemplazado en ese momento por un "¿Dónde andas?", "Si no llegas en diez minutos me voy, te lo juro".
No se cuanto tardé en llegar al bar, murphycamente ubicado en el segundo piso en una casa sobre una carrera a demasiados metros sobre el nivel del mar, esperando que Betty Blue estuviera aún sentada,
esperando...
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gerente
\"Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.» Bienvenidos a este relato del maestro de las leyendas,\"
Gustavo Adolfo Bécquer.


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